Todo comenzó con un comentario inocente durante una excursión por el monte.
- Pues me haría ilusión meterme en una cueva.
Julio me contestó que teníamos al lado a un experto en cuevas: David. Hablamos de ello y un par de semanas después ya había montado un fin de semana entorno a nuestro estreno en la espeleología.
El plan era muy bueno, con la escusa de meternos en la cueva el domingo por la mañana quedamos el sábado a mediodía, para llegar con tiempo, que David nos enseñara a Julián, Julio y a mi los hierros y algo de teoría de la técnica de cambio de cuerdas en el descenso y en la ascensión por la cuerda.
Eso hicimos, colgando una cuerda en una viga de madera del albergue. Nos vimos un poco perdidos ante tanto nombre nuevo, pero confiamos en nuestro maestro y supusimos que de alguna manera nos defenderíamos bien llegado el momento.
Y ya que estábamos a 200 kilómetros de casa, tuvimos que ir a cenar por ahí, que al final lo de la cueva era una escusa para juntarnos, echar unas risas y hablar de lo humano y lo divino alrededor de una mesa llena de comida y bebida.
A la mañana siguiente, tras una noche entre literas y ronquidos, se nos unió Gorka, justo a tiempo para el desayuno.
Subimos a la sierra de Entzia, aparcamos los coches a un lado del camino y nos internamos en el bosque con el equipo preparado. El bosque nos recibió con sus preciosos colores del cambio de estación a nuestro alrededor y sus zarzas en los tobillos.
Y así llegamos a la boca de la cueva, la Torca de Eskarretabaso, para ser exactos. Una cuesta alfombrada de hojas caídas presidida por un árbol que desembocaba en un agujero lleno de oscuridad. Preparamos los arneses y nuestros anfitriones prepararon la cuerda y el fraccionamiento en el comienzo de la negrura.
Julio fue el primero, Gorka le esperaba en el cambio de cuerda. Todo fue bien. Y lo mismo con los demás. Parece que íbamos a llegar sanos y salvos al interior de la cueva.
Allí nos recibió una montaña de los restos de maderas hojas y barro que inevitablemente van cayendo desde el bosque. Superado la primera prueba paseamos por la cueva.
Era mucho más amplia de lo que me esperaba, sin estrecheces, sin complicaciones, perfecta para disfrutar de las galerías, de las estalactitas y de los brillos de las miles de gotas sobre nuestras cabezas ante la luz de nuestros frontales.
También apagamos las luces para sumergirnos en el profundo silencio de la gruta, solo roto por el esporádico sonido de las gotas al caer. Con las botas llenas de barro volvimos hacia la boca de entrada.
Quedaba el segundo reto, la salida por la boca, ascendiendo por la cuerda. La técnica la conocíamos, quedaba ponerla en práctica. Uno a uno fuimos ascendiendo, poco a poco y sin prisa. Cansados por el inusual esfuerzo de unos movimientos nuevos progresamos por la cuerda volada primero y por la rampa después. Una vez arriba nos dimos un abrazo de satisfacción. 100% de supervivencia, éxito absoluto.
Solo quedaba volver a los coches, quitarnos el barro, comer unos frutos secos (sí, algunos con chocolate) y meternos en los coches para buscar algún sitio que nos dieran de comer, pero esa es otra historia.
Quizá la palabra espeleología es demasiado generosa para lo que hicimos, pero así lo sentimos los tres que por primera vez nos metimos en una cueva bajando por una cuerda. Y salimos trepando por el mismo sitio.
Los tres primerizos quedamos muy agradecidos por la actividad y la voluntariedad desinteresada de Gorka y David y estamos seguros de que esta es la primera de más actividades en el futuro. ¡Más cuevas y barrancos nos esperan!
Víctor Guerrero.